sábado, 20 de marzo de 2010

El golpe - Graciela Montes


Algunas personas piensan que de las cosas malas y tristes es mejor olvidarse. Otras personas creemos que recordar es bueno; que hay cosas malas y tristes que no van a volver a suceder precisamente por eso, porque nos acordamos de ellas, porque no las echamos fuera de nuestra memoria.


Es el caso de la historia que vamos a contar aquí… El 24 de marzo de 1976 hubo un golpe de estado.
Un golpe de estado es eso: una trompada a la democracia. Un grupo de personas, que tienen el poder de las armas, ocupan por la fuerza el gobierno de un país. Toman presos a todos: al Presidente, a los diputados, a los senadores, a los gobernadores, a los representantes que el pueblo había elegido con su voto, y ocupan su lugar. Se convierten en dictadores. A los amigos los nombran intendentes, jueces, ministros, secretarios… así todo queda en familia. Se sienten poderosos y gobiernan sin rendirle cuentas a nadie.
Aunque, por supuesto, como no les gusta que los vean como a ogros, siempre explican por qué dieron en golpe. Por lo general dicen que es para “poner orden” en un “país desordenado”. Dicen que hace falta “mano dura” para “poner las cosas en su lugar”. (…) Pero como en realidad no saben, y tampoco tienen costumbre de reflexionar ni pensar demasiado, terminan haciendo estropicios y siempre pero siempre dejan al país mucho peor de cómo estaba.
En la Argentina hubo varios golpes de estado antes del que vamos a contar aquí
¡Cinco golpes en 36 años!
Pero ninguno de esos golpes puede compararse con el que recordamos hoy, aunque la “mala costumbre” de los golpes ayudó mucho a que los golpistas se instalasen con tanta facilidad en el gobierno. Lo de 1976 y lo que sucedió después fue lo peor que nos haya pasado jamás en toda nuestra historia.
El 24 de marzo los argentinos que encendimos la radio nos enteramos de que las emisoras habían suspendido su programación habitual para “entrar en cadena”: eso quería decir que, en lugar de tangos, rock o boleros, íbamos a escuchar marchas militares, partes de guerra y discursos.
Pero no nos imaginamos que iba a ser tan diferente de otros golpes que ya habíamos vivido.
Sin embargo, esta vez iba a ser diferente.
Esta vez las Fuerzas Armadas en su conjunto se habían puesto de acuerdo para cortar de un hachazo el sistema constitucional (…) detrás de un único objetivo –o al menos era eso lo que decían en los discursos- derrotar a la subversión, aniquilar la guerrilla.
Que los golpistas hablaran de “aniquilar” no sorprendía mucho a nadie, porque era una época en la que la gente estaba acostumbrada a la intolerancia.
En esos años los jóvenes se cuestionaban el modo en que estaba organizado el mundo y hacían grandes huelgas y manifestaciones gigantescas de protesta, que muchas veces terminaban en duros enfrentamientos con la policía. En nuestro país se produjo uno muy famoso en 1969: El ordobaza.
Los jóvenes habían tomado conciencia de vivir en un mundo injusto y lo cuestionaban todo: la distribución de la riqueza, el que hubiera ricos muy ricos y pobres muy pobres, el hecho de que algunos países dominaran a otros y los manejarán a su antojo, y , en general, el autoritarismo de los que manejaban el poder, los que se llamaba “el sistema”, el modo en que estaban ordenadas, por la fuerzas, todas las cosas. Había grupos, grandes grupos, que opinaban que había llegado el momento de cambiar. (…)
Los golpistas llamaron “guerrillero” y “subversivo” a todo el que no les pareciese dispuesto a plegarse a ese plan oficial y terrible que se llamó Proceso de Reorganización Nacional. Todos los que por alguna razón les parecían diferentes, parados en otra vereda, disidentes, o críticos sencillamente pasaban a ser “guerrilleros” y “subversivos”, es decir enemigos que debían ser aniquilados.
Para aniquilar a los enemigos y “poner en caja” a toda la sociedad los golpistas tenían un estilo, el del cuartel, y un método, el del terror.
El maldito plan consistió en secuestrar, torturar y asesinar en forma clandestina a más de 30.000 argentinos y extranjeros entre los que había médicos, estudiantes, gremialistas, monjas, sacerdotes, obispos, escritores, políticos, jueces, agricultores, obreros, maestros, conscriptos, científicos, artistas, periodistas, bebés, niños y guerrilleros.
Todo se hacía en forma secreta, por lo general durante la noche y de manera muy violenta.
Los secuestrados eran trasladados luego a centros de tortura, que también eran secretos. Funcionaban en el sector más apartado de un cuartel, en una fábrica abandonada, en el sótano de una comisaría, en los fondos de un hospital, en un viejo casco de estancia, en un chalet apartado… Hasta allí los llevaban y ahí quedaban hundidos. A partir de ese momento esos secuestrados pasaban a ser “desaparecidos”. Nadie daba cuenta de ellos, nadie sabía donde estaban. La familia o los amigos comenzaban a buscarlos desesperadamente.
Hoy todos sabemos lo que sucedía en esos lugares y hasta se ha logrado identificar muy bien dónde estaban ubicados y cómo estaban organizados. La CONADEP, una comisión de notables que se reunió en cuanto el país regresó a la democracia, se ocupó de recoger los testimonios en torno a los desaparecidos y de reunirlos en un libro que todos tendríamos que leer alguna vez, el Nunca más.
Los propios secuestradores hablaban en clave de esos lugares de horror y les ponían terribles nombres de fantasía: El Vesubio, El Olimpo, La Cacha, La Perla, El Atlético, La Escuelita, el Sheraton…
Muchos secuestrados luego liberados o que lograron escapar pudieron contar los horrores que allí se vivían.
La mayor parte de los que soportaron esos tormentos murieron o fueron asesinados. Pero no “aparecieron” jamás. (…) Algunas mujeres que habían sido secuestradas cuando estaban embarazadas tenían sus hijos en esos centros de detención. A veces parían en un pasillo, o en la mesa de torturas, entre las risas y burlas de sus secuestradores, y luego se las obligaba a limpiar el lugar de rodillas.
Por lo general no volvían a ver a sus hijos: los torturadores se los robaban, se quedaban con ellos.
Esas cosas sucedían todos los días mientras la población seguía adelante con su vida. Iba a trabajar, a la cancha, al mercado, los chicos iban al colegio, se hacían películas cómicas y mucha gente iba a verlas, se hablaba de los ovnis, se seguían día a día los teleteatros.
Muchos argentinos preferían mirar para otro lado: “¡Por algo será!” sentenciaban cuando se enteraban del caso de algún desaparecido o veían cómo alguien era introducido con violencia en un auto. Se decían que “eran cosas de subversivos”, es decir, repetían la lección que les habían enseñado los golpistas asesinos, estaban convencidos de que debían desentenderse, de que todo eso no tenía nada que ver con ellos.
Pero el terrorismo de Estado no fue la única “máquina del terror” que aplicaron los golpistas. La otra fue la demolición de la economía. De eso se ocupó el ministro de Videla, José Alfredo Martínez de Hoz.
Cuando un país tiene sus fábricas abiertas, cuando produce y está activo, es natural que haya conflictos. Los empresarios y los obreros discuten por los sueldos, hay huelgas, quejas, intereses contrapuestos. Pero el golpe del 24 de marzo estaba decidido a paralizarlo todo, a dejar a todo el mundo bien quietito y en posición de firmes. Pretendía decretar el fin de los conflictos, con lo que decretaba, además, el fin de la economía.
Al principio a algunos les pareció una especie de fiesta porque Martínez de Hoz se las ingenió para que empezara a fluir el dinero. Para eso “internacionalizó”: pidió dinero prestado al exterior y levantó las barreras de la Aduana. De golpe y porrazo el país se llenó de productos importados: desde un reloj a una licuadora, de un paraguas a un auto, todo venía de afuera, y muchos argentinos se entusiasmaban con la novedad, que les pareció divertida.
En esos primeros años de la dictadura no se podía decir que no hubiese dinero. El dinero circulaba copiosamente y a gran velocidad, pero terminó acumulado en unos pocos bolsillos. Y nunca sirvió para poner en marcha la economía, para crear riqueza, sino, justamente, para aniquilarla.
Poco después se vio que toda esa aparente abundancia no era sino cartón pintado. La plata dulce se esfumó. Vinieron los tiempos duros. Muchos empresarios cerraron sus fábricas porque no podían competir con los artículos importados. Y los argentinos tomamos conciencia, de pronto, de que debíamos tanto pero tanto dinero a los bancos extranjeros que casi ni podíamos decirnos dueños de lo que era nuestro.
Fueron épocas muy tristes. La mayor parte de la gente se encerraba en su casa y trataba de desentenderse de todo. No se reunían con otros, no participaban, no daban opiniones. Entre aterrados y desilusionados, hacían de cuenta que el país no era cuestión de ellos. Estaba prohibido hacer política, además la censura mandaba. No había protestas, ni arengas, ni huelgas. Todo parecía muerto, quieto. Pero muy pronto algo empezó a moverse.
Los primeros en reaccionar fueron los que se animaron a hablar en voz alta del terror secreto, y a exigir que los desaparecidos volvieran a aparecer, y vivos, como se los habían llevado de las casas. En primer lugar, las madres de los secuestrados. Durante todos esos años habían peregrinado de un lado a otro en busca de sus hijos y ahora cambiaban de estrategia, hacían público su reclamo, se mostraban, pedían cuentas, “manifestaban”, algo que parecía olvidado en la Argentina. Jueves a jueves, cubierta la cabeza con un pañuelo blanco, daban vueltas a la pirámide que hay en Plaza de Mayo, para exigir la atención de los asesinos. Simplemente estaban allí, no faltaban nunca, y su presencia era una terrible forma de denuncia.
Fueron muy valientes –reclamar era peligrosísimo en esos tiempos-, pero su valentía fue recompensada ampliamente: no sólo la Argentina sino en el mundo entero los pañuelos blancos de las Madres de Plaza de Mayo terminaron siendo un símbolo, la señal de que, las que estaban debajo de ellos, iban a defender fervorosamente los derechos humanos, esos derechos que todos tenemos por el solo hecho de ser personas y que nadie, ningún golpista, ningún torturador, ningún asesino, tiene derecho a quitarnos. (…)
Seguiremos teniendo problemas, seguramente. Los tenemos. La deuda externa. La pobreza. Los poderosos que no quieren perder poder aunque para eso haya que aplastar a otros. Los violentos que hablan de aniquilar a cualquiera que opine diferente. Los que se miran el ombligo. Los obsecuentes. Los corruptos que sólo piensan en llenarse los bolsillos, los intereses contrapuestos. Todo sigue ahí, pero estamos vivos, y podemos discutir lo que nos pasa cara a cara y en voz alta.

* Extracto del texto publicado por Página/12 en 1996

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